Los tipos duros pasan apuros
cuando se cruzan por mi carril
y en el cielo todos los santos
son de mi bando y rezan por mí
y en el cielo todos los santos
son de mi bando y rezan por mí
Cristina
y Los Subterráneos
Eso pensé, hace poco, cuando
después de acabada la reunión donde estaba me di cuenta de que, ya muy tarde, tendría
que ver cómo carajos me devolvía sola a mi casa. Pero para que me entiendan empecemos por lo primero: a mí no
me importa estar soltera, no me atormenta no tener plan fijo, no me da fiebre
no tener plan en absoluto. Es más, la soltería es casi que mi estado natural,
es allí donde he pasado más tiempo, donde se han alumbrado la mayoría de mis años, donde casi siempre estoy
cuando alguien pregunta por mi estado civil.
Yo me desenvuelvo muy bien en la
soltería, conozco el territorio como pez en el
agua, no hago estupideces por falta de afecto y no peleo con mi
autoestima, que bien puesta sí la tengo. Yo prefiero estar soltera que estar
por estar, cuido mis elecciones, me rijo
por estrictos parámetros de selección, no me le escondo a la soledad, huyo del
pior es nada.
A mí no me afectan los fines de
semana sola (de hecho, casi siempre salgo disparada como pepa e’ guama para mi
casa en la sabana huyéndole a la locura de la semana, al cansancio de la ciudad), ni me aterran las
noches de viernes empijamada, con medias
peludas, cobija encima, cebolla capilar
y control remoto en mano.
Tampoco me da algo si los sábados,
a falta de plan, a falta de novio, a falta de pretendiente o falta de todo las
anteriores, decido, libre y voluntariamente, meterme en mi cama y leerme un libro
(sí, yo leo los sábados en la noche) o, como hoy, escribir alguna de estas pendejadas que ahora ustedes
están leyendo. Y no, tampoco me da mareo ir a una fiesta en donde todos están
felizmente emparejados y cuando suena un merengue salen, cual bandada de pájaros, a revolotear en la pista.
Yo puedo ir a una rumba sin pareja y conseguir
con quien bailar. Yo puedo ir a un asado e integrarme con las parejas. Yo puedo
ir a un matrimonio sola y pasarla muy bien. Yo puedo vivir mi vida, tan feliz y
plena, sola como acompañada. Pero hay una cosa, una sola cosa que sí me mama de
estar soltera: tener que coger un taxi.
Y eso sí me aburre profundamente
por ninguna razón distinta a que estamos en Ciudad Gótica, donde cualquier cosa
puede pasar y donde cada vez los cuentos de los taxis son más espeluznantes,
más terroríficos y más cercanos. Que a
no se quiencito le hicieron el paseo millonario, que a no se quiencita la
emburundangaron, que a fulanita casi la violan, que a mi primio, mi tío, mi hermano, que a mí.
Uno va viendo, con ojos de pánico, cómo esas historias se van acercando cada vez más, cada vez más,
y es ahí cuando uno, al menos de vieja, y un sábado a la una de la mañana
estando en un barrio que no conoce, se acuerda de que está sola y de que no hay
ni Batman ni Robin que te puedan acompañar. Entonces ha llegado el momento de respirar profundo,
llenarse de paciencia y pedir un taxi.
Así que cuando el asado al que
asistí hace poco y que desencadenó esta crónica se fue apagando y las parejas empezaron a salir como si fueran
a montarse al Arca de Noé, yo me puse mi cartera en señal de yo también me voy
de aquí, di diez pasos hasta la portería, saqué mi celular, y con la dignidad
intacta mientras me iba despidiendo de todos los enamorados, marqué el cuatro uno uno uno uno uno uno.
Dos timbrazos y la voz, melódica
y profunda, de este señor que te contesta cual Jairo Alonso en sus mejores
años.
- Buenas noches, su dirección es calle 100 con
…para servicio automático de taxi marque uno...
PII, marco tres, pues tienen
registrada la dirección de mi casa y yo, claramente, estoy en otra parte.
- Buenas noches, le hablá Yurani Pineda ¿en que la puedo ayudar?, me contesta finalmente
la operadora, a quien oigo lejana, en medio de un call center lleno de voces y
pitos.
- Yurani, Alejandra Grillo, ¿me ayudas con un
carro por favor?
- ¿Dirección?
- ¿Cómo es que es la dirección de aquí?-, le
preguntó al portero que tengo al lado y que, tiene cara de no saber dónde está
parado.
- Avenida Boyacá con 128, le repito a la operadora
palabra por palabra después de que las oigo del portero.
- ¿Barrio?-me sigue preguntando ella.
- ¿Barrio? le pregunto yo al portero.
- Bosques de María, me contesta.
- Bosques de María, le contesto yo a la operadora.
- Un momento por favor, me dice y me pone de fondo
la cortinilla de mensajes motivacionales que las compañías de taxi utilizan
como si, de verdad, uno colgara siendo
una mejor persona después de oír todas estas casi místicas y empalagosas revelaciones.
“Un amigo es alguien que siempre
está contigo en las buenas y en las malas” oigo por una oreja mientras pienso
pues sí, ¿no? si no, no sería como amigo.
“No dejes para mañana lo que puedes hacer
hoy”, continúa al otro lado de la línea. Ay, Dios mío ¿quién será el genio de
comunicaciones de esta empresa? O ¿será que esta es labor del de mercadeo?
“Tú madre es el mejor de los regalos, recuerda
honrar a tu madre”, remata la voz mientras nada que me confirman el taxi. Post
it mental: recuerda honrar a tu madre, me repito yo mientras les hago señal de
adiós con la mano a otras de las parejas que van saliendo mientras me ven con
el celular pegado a la oreja, paradita al lado del portero.
Así que aguantar frío, indagar
por la dirección del lugar en el que estás (no, no es casa ni apartamento,
estoy en una portería, estoy en un bar, estoy en un restaurante…) y esperar a
que te confirmen el taxi para aprenderte las placas mentalmente mientras las
repites rápido por miedo a que se te escapen (Bravo, Alfa, Torre, cuatro, uno,
cinco, Bravo, Alfa, Torre, cuatro, uno, cinco) es parte de la rutina de salir
sola y tener que llegar, de la misma manera, hasta las cobijas.
- ¿Doña Alejandra?- por fin ha vuelto Yurani. El
barrio no coincide.
- Que el barrio no coincide, le digo yo al portero
ya ni tan aterrada de estar, una vez más, ante un celador que no tiene la menor
idea de cómo se llama el barrio en el que está. (¿Será que esto es como parte
del entrenamiento? me pregunto, cuestiones de seguridad secreta que no
entendemos los pobres transeúntes que sólo queremos saber cómo carajos se llama
tal o cual pedazo de ciudad).
- Mire, le digo por fin a la operadora, no estoy
segura pero esto es como cerca de esto y aquello y así, entre las dos, logra al
fin ubicarme – hay que decir que el nombre del barrio no tenía nada que ver con
Bosques de María y eso fue solo un chispazo de creatividad del señor vigilante- y
finalmente me confirma el taxi.
Mientras llega el carro
y cuando ya todos se han ido me siento sola en las escaleras heladas de
la portería. A través de la ventana veo
al portero que está envuelto en su ruana, viendo televisión en una pantalla chiquitica. Suspiro y es ahí
cuando me digo esto sí me emputa de la soltería, toda esta logística de taxis y
soledades, de tener que rezar todos los
Padre Nuestros que me sé si por chance, y después de tres horas de insistencia telefónica,
increíblemente, ni uno solo de los cincuenta mil taxis de Bogotá está
disponible y entonces me toca lanzarme a la calle a buscarlo, de estar aquí, en
este momento, con el cielo negro sobre mi cabeza y la boca con sabor a ausencia, a paciencia.
Ahí es cuando extraño a mis
novios, o estos tipos que he querido tanto aun sin llegar a serlo, pero que con tanto amor me han recogido, me
han llevado, me han acompañado o me han llamado a decirme, no te preocupes, ya
voy por ti. Pero no me malinterpreten, no es por gasolinera o porque yo piense
que mis novios deben ser mis choferes, no, no, no, es más porque el hecho de
que alguien te recoja es una muy buena representación simbólica de todo lo que
es una relación.
Es la confianza y la preocupación
por el otro, es la generosidad y la disposición, la amistad, la lealtad, la
responsabilidad, el apoyo. En definitiva es una muestra, pendeja y
chiquita, y en la que casi nunca
pensamos, de las maravillas que trae el amor y de las que por amor estamos
dispuestos a hacer. Piensen y verán que uno sólo recoge a sus más cercanos, a
sus más queridos (y más con el tráfico de Bogotá), y de la misma manera, uno
sólo le pide a sus más cercanos, a sus
más queridos que vayan por uno. Que
alguien vaya por ti con intención, con generosidad y, además, con una sonrisa
es una muestra muy poderosa y muy diciente de lo que es el amor. O al menos,
para mí siempre lo ha sido.
Diez minutos pasan antes de ver las
luces del taxi reflejadas en la portería. Me levanto como un resorte, le deseo
buenas noches al portero, me subo al carro, doy la clave y la dirección y me
voy tranquila por entre las calles solitarias de una ciudad desocupada que espera
la madrugada.
Llego a mi casa, pago, me bajo y empiezo
a subir las escaleras con la certeza de que hubiera sido rico que alguien
me hubiera recogido, me hubiera saludado, me hubiera preguntado cómo me fue y
me hubiera depositado aquí, sana y salva. Y sin embargo, también tengo esta otra, enorme, de que no dejaré de hacer cosa alguna
porque hoy no hay quien me recoja o quien quiera yo que me recoja.
Además, me digo, ya has empujado
carros, cogido flotas, caminado kilómetros bajo lluvia y bajo sol, pedaleado en
bicicleta, explorado todas las rutas del Transmilenio, montando en metros de
ciudades lejanas, volado en helicópteros y en parapentes, aguantado busetas
pulgosas, sobrevivido a buses asesinos, manejado mecánico, automático y
convertible como para no sortear, una vez más, una ciudad tenebrosa, un taxi y un poco de soledad.
Próximamente: Así fue mi primera cita a ciegas