domingo, 15 de diciembre de 2013

La pesadilla de tener Movistar

O cualquier otro operador de celular en este país. Son tramposos, mañosos, mafiosos, ineptos, ladrones y en definitiva tan cancerígenos y perjudiciales para los colombianos como la guerrilla o el congreso. Vivos, como ellos solos y sólo buenos para emitir, sin falta, error o dilación la factura de cobro, porque para cualquier otra reclamación, queja o sugerencia no sirven para nada, absolutamente nada. No hay, no existe situación o circunstancia que ponga a prueba la paciencia, el sentido común y los nervios como la de tratar de hacer una vuelta con estos Agentes del Mal. Ir a uno de los Centros de Experiencia Movistar es, cómo no, toda una experiencia. Una experiencia de ira contenida, de presión alta, de dolor de cabeza y de sudoración excesiva ante tanta demora, tanta estupidez, tantas trabas y tan pocos resultados. En cambio, cuando uno trata de hacer la vuelta por teléfono ahí sí, ahí sí que es rica la cosa. Les cuento mi más reciente aventura Movistar.

Lo que empezó como una decisión de pasar mi línea a prepago después de meses continuos de altísimas tarifas, minutos perdidos y abusos terminó con un laberintico recorrido que en vez de mejorar la situación la empeoró. No miento, no miento cuando les digo que intenté, por lo menos unas 12 veces comunicarme con un agente y explicarle mi decisión de cambiar mi línea a prepago antes de poder lograrlo. Misteriosamente, como se pierden los aviones en el Triángulo de las Bermudas, la llamada se cortaba antes de que pudiera terminar mi petición. Cuando por fin lo logré, y tan cerca que estaba de salir de las fauces del monstro, éste me volvió a atrapar con sus estrategias, sus engaños, sus máscaras. Caí pendejamente en sus redes una vez más y accedí a uno de sus convencimientos, postergando mi decisión de pasarme a prepago y, en cambio, cambiando mi plan a uno que aseguraron era la quinta maravilla.

- Está bien, le dije al agente que me atendió. Cambie mi plan de minutos pero eso sí déjeme el plan de datos tal cual está. ¿Correcto?
 Correcto, sí señora, cómo no, me respondió el personaje  en medio de un ruidaje de fondo más propio de un galpón de venta de verduras que de un call center.
Pero entonces repítame, confírmeme, le insistí yo ante la duda de que por fin me entendieran.
- Sí, claro, me aseguró el doctor. Y me repite paso a paso los cambios hechos.

Hasta ahí todo bien. Después de esa llamada, alcancé a pensar por un segundo que qué bien, que por fin después de tantos intentos mi vuelta estaba hecha, que en algo debían estar mejorando estas compañías y no todo era tan malo. Tan llena de ingenuidad que estaba, creyendo en lo imposible, apostándole  a lo incambiable.

Pues bien al otro día usé mi celular normalmente: correo, Facebook, chats. El problema: el  momento de la llamada cuando esa voz de máquina, de robot, me dice, con descargo, sin sonrojo, casi apuntándome con el revolver en la cien:

-  Usted no posee fondos para esta llamada.

¡¡¿Qué?!! Pero si no me he gastado un solo minuto. ¿Qué qué? Pues mis artistas, mis bellos artistas Movistar habían hecho una de sus funciones y de ñapa, de adición, de reverencia por tantos aplausos, hicieron una gracia que llevo más de 10 días tratando de solucionar sin ningún resultado: me dejaron sin identificador de llamadas ¡Pero qué genios! Entonces recapitulemos: me quitaron el plan de datos sin autorización, se cobraron el internet que usé con mis minutos a una tarifa francamente ridícula ($20.000 en un día por 5 minutos de navegación en Facebook) y me quitaron el identificador de llamadas. Todo de una vez. Moñona. 

Así es,  me dejaron sin el servicio básico y gratuito de cualquier línea celular de Colombia. ¿Qué cómo lo hicieron? No sé, ¿Qué cómo lo planearon? No sé, ¿Qué cómo y por qué se han tardado tanto en arreglaron? No sé. Pero ahí está: su gracia materializada, su sapiencia suprema, su tecnología de punta, su impecable servicio al cliente, su promoción inigualable, su regalo de navidad. Qué lindos, qué bellos, y yo que soy su cliente hace 10 años, y yo que les he pagado todo y cumplidamente y yo que cantaba la cancioncita de Train que fusilaron para ponerla en sus comerciales.

Pues bueno, ahora gracias al impecable trabajo de Movistar en hacer las cosas mal todas las personas que me llaman ya no tienen nombre, no señores, Movistar les ha quitado su identidad: ahora todas las personas que me llaman ostentan el título de “Desconocido”. Pobres N.N a los que no les puedo devolver la llamada, a los que no puedo identificar, con los que no podre hablar nunca jamás si no tengo la suerte de contestar el teléfono de una vez, ¡Ay, Movistar qué lindas son tus gracias!

Pero, señores, si lo narrado anteriormente les pareció un mal trago, les puso amargura en sus lenguas, les recordó algún episodio negro y oscuro con sus operadores de celular déjenme decirles que hasta ahí mi pesadilla no había siquiera comenzado. Porque lo verdaderamente desesperante, los momentos de angustia más terribles, los gritos de consternación e impotencia han venido tratando de que estos Caballeros de la Inoperancia me solucionen lo que ellos mismos armaron, de que limpien, como decirlo, sus cagaditas, tantas y tan variadas.

Y entonces he llamado. He llamado al menos 20 veces teniendo el gusto de hablar con al menos 20 distintos asesores- desde los más decenticos que hacen lo que pueden (que igual no es nada) hasta los más arrastrados, groseros y alzados, que sin más ni más me han mandado ellos a mí a comer mierda colgándome la llamada con un:

 No puedo hacer nada por usted, acérquese a un Centro de Experiencia Movistar. (Ay, pero qué dicha, ya voy corriendo).

Qué ponga un número de radicado, que en 24 horas, que no, que en tres días hábiles, que el centro de tecnología está congestionado, que en 4 días, perdón, que eran cinco. Y aquí estoy casi dos semanas después rogándoles a estos hijos de su mala madre que opriman un botón, que den enter, que muevan el mouse y me devuelvan, por favor, por el socorro y la intervención divina de todos los santos, mi identificador de llamadas. Está  bien, les dije, quédense con el plan de datos, róbenme los minutos, asáltenme en mi buena fe y sean unos incompetentes como no hay otros, pero vean, de corazón, por favor, no sean malitos, devuélvame lo único a lo que tengo derecho ¿sí? Un identificador de llamadas, ni les pone ni les quita, ¿sí? Digan que sí.

Pero ellos no pueden decir que sí cuando lo único que saben y pueden decir es NO. No, no y no. Qué cosa parecida son los celadores y los operadores de telefonía celular en Colombia que lo único que saben decir es No.

Así que apelé a mi último recurso. La palabra QUEJA al 85432,  ahora sí, pensé, ahora sí, que esa Comisión que se la pasa multándolos sirva para algo, que los obligue a que respondan, que los ponga en cintura. Y oh sorpresa cuando me llaman de la Gerencia de Quejas de Movistar, como no señora, habla Andrea,  por favor cuénteme cuál es su inconformidad, me dijeron del otro lado de la línea

 Qué bueno que me llame- le dije tomando aire y preparándome para hablar- porque yo le que tengo es un pliego de quejas entonces óigame bien.

Y hablé. Hablé como si nunca nadie me hubiera escuchado. Hablé y terminé mi desahogo, fue como tomar una bocanada de aire después de estar sumergido por interminables minutos debajo del agua, fue como pensar que despertaba de la pesadilla, fue como volver a nacer.

- ¿Puede por favor esperarme un segundo?, me dijo Andrea, tan linda y tan atenta, pensé, preocupada por mí, por mis necesidades de consumidor, por la calidad de mi servicio.
- Claro, le dije con la voz contenta. Aquí espero.

Pasaron tres minutos de espera para oír finalmente la respuesta del otro lado de la línea: Una vez más se había (o me habían) colgado el teléfono. Movistar le ponía punto final a mi problema escupiéndome en la cara. Una vez más me quedé con el teléfono pegado a la oreja, sin respuesta, con esta empresa diciéndome de frente y sin disimulo los usuarios nos importan un carajo, son unos pobres guevones en nuestras manos, los pisoteamos ¿y qué? ¿Qué van a hacer?

Así di un último y profundo respiro llenándome los pulmones de aire y el alma de paciencia. Colgué e hice lo único que me quedaba: saqué la SIM card de mi teléfono y le eché  tijera. Creo que pocas veces he sentido tal placer. Hasta nunca Movistar, hasta nunca, puedes quedarte con tus engaños, con tus artes, con toda, todita tu mierda. Mañana me espera una nueva Sim Card de Virgin Mobile, operador que al menos por lo que anuncian en su página web se vislumbra justo, claro, decente. Mantendré el mismo número y la esperanza de por fin despertar de la pesadilla en la que por todos estos días me sumió Movistar.


lunes, 28 de octubre de 2013

Y yo, ¿si quiero ser mamá?


People always told me, Be careful of what you do

And dont go around breaking young girls hearts
And mother always told me, Be careful of who you love
And be careful of what you do cause the lie becomes the truth
Michael Jackson



Uno se da cuenta de que la vida va cambiando cuando en Facebook sus amigas, conocidas y esas otras que uno tiene y no sabe ni por qué,  han tenido, tienen o están a punto de tener bebés y, entonces, su vida, sus posts, sus fotos y toda su energía está dirigida única y exclusivamente a ese acontecimiento, a ese hijo que, todas claman, es primero un regalo de Dios y segundo lo mejor que les ha podido pasar en la vida. Y yo las miro desde el otro lado de la pantalla, desde el otro lado de la vida, con sus barrigas de trapo a punto de explotar, con su vida volcada a la profesión mamá, con la existencia llena de un sentido nuevo en el que ya no importa nada más, en el que parecen haber cumplido con el propósito entero de este misterio, en el que parecen haber reafirmado su rol único de mujer, en el que parecen haber encontrado el único sentido a ésta y a todas las vidas pasadas y futuras, en el que, con el orgullo hinchado de esas criaturas que son sus hijos, ya no existe nada ni nunca existió.

Son las mamás de mi Facebook: amigas, amigas de las amigas, primas, cuñadas, conocidas. Son las mujeres de mi edad o por ahí a las que les cambia la vida porque tuvieron un hijo, las mujeres que alcanzaron la meta divina que hizo que todo encajara como un rompecabezas: ya no hay ficha suelta ni perdida. Y les digo, yo las miro, las vuelvo y las miro, miro las fotitos de los cumpleaños de los hijos, y de los bautizos, de los niños en clase de textura y de los niños en cada una de las gracias que claro, saben hacer los niños: los niños gateando, comiendo, cagando, los niños llenos de pintura, hablando, riendo, durmiendo. Los niños caminando, en el primer día de jardín y de colegio, los niños haciendo burbujas de babas y sonriendo. Y las miro y las miro. Y leo las frases que ponen las mamás junto a este collage de manitas y paticas: “Te amo y estoy orgullosa de ti”, “No hay nada como ser mamá”, “Me cambiaste la vida” y todas esas expresiones de amor infinito que, al parecer, sólo se sienten cuando se es mamá y hacia nadie con tanta intensidad y pureza como hacia los hijos.

Y entonces yo me devuelvo al puente que conecta mi cerebro y mi corazón para hacerme la pregunta que yo creo, al menos, tendrían el derecho de formularse todas las mujeres en edad fértil que pisan esta Tierra y que, sin embargo, entre la religión, la tradición, el deber ser y el mito de ser mamá, no pueden siquiera llegarse a cuestionar: y yo, acaso, ¿si quiero tener hijos?

Me lo pregunto. Me lo pregunto mucho y últimamente con frecuencia. Me lo pregunto ahora, y sobre todo, desde que tomé la decisión de pasar la vida junto a Nicolás, desde que tomamos la decisión de caminar en la misma dirección y unirnos y tener una casa y un carro y una vida y todas esas cosas que uno hace con otro porque, claro, también son los dictámenes del deber ser y de la religión y de la naturaleza y hacen parte de todos esos etcéteras. La diferencia es que de esa decisión estoy completamente segura, no hay duda ahí, no hay cuestión que se enrede en la cabeza ni patine en el corazón.

Pero, además, con el paso del tiempo, el tema de los hijos empieza a aparecer en el panorama  en parte por naturaleza, en parte por obligación. Y entonces no sólo me lo pregunto yo, me lo preguntan mis amigas, me lo preguntan en la oficina, me lo preguntan mis suegros y a veces mis papás, me lo preguntan quienes saben que tengo 30 años, me lo pregunta-advierte implícitamente mi hermana cuando le digo que el fin de semana dormí como un oso en una cueva y ella, con el suspiro en la boca y la nostalgia de aquellos días en los que ella alguna vez pudo ser también un oso, me dice aprovecha, hasta que tengas hijos.

Entonces es por esto: porque atestiguo el acelerado paso de la vida con cada bebé que va naciendo, porque sé que tengo ante mí años definitivos para esta cuestión, porque creo que es necesario preguntárselo, porque entendiendo que eso no es como lo muestran los comerciales de Johnson & Johnson. Y entonces, cuando me lo pregunto, no estoy segura. Yo no sé si quiero ser mamá. Y algunos días, muchos días, me parece más que no, que no quiero, o que si quiero no quiero ahora, o que si querré más adelante no tengo ni idea, porque yo sí no tengo esa certeza que, al parecer, viene incorporada genéticamente en la mayoría de las mujeres quienes, a diferencia de mí, siempre lo han sabido y siempre lo sabrán. O tal vez yo, a diferencia de esas mujeres, al menos estoy explorando una segunda opción.  

Y eso que yo tengo una pareja estable, un hogar lleno de amor, un hombre que sería un excelente padre, unos suegros y unos abuelos que se derriten por sus nietos, una estabilidad emocional y económica que permitiría que esa cosita viniera al mundo a que no le tocara tan duro, a que alguien le enseñara a vivir, a contar con apoyo y amor incondicional cada uno de los días de su existencia. Y eso.

Pero y todas esas mujeres – y me perdonan y me perdono el juicio- que tienen hijos por esa cantidad de razones tan variopintas y – me perdonan y me perdono- tan absurdas qué. Entonces están aquellas que quedan embarazadas a destiempo, cuando no es, con quién no es; pero no importa, no sólo porque ser una mamá a los 18 implica que seré una mamá joven (y que compartiré la ropa con mi hija) sino que cada bebé es una bendición y, en cualquier caso, sin importar las dificultades económicas ni los impactos familiares que eso pueda causar, me habrá cambiado la vida para bien. Pues a mí me parece que no. Meter la pata a los 15, 18, 20 no es un regalo de Dios, es un ups de una arrechera afanosa. Es un error que le pone una carga injusta a la vida de quienes se ven obligados a volverse abuelos jóvenes y, por supuesto, a la vida de ese bebé que es hijo, ante todo, de la Ruleta Rusa.

Y error es también quedar embaraza en un matrimonio o en una relación que no funciona, que se desmigaja cada día, que se sostiene en un silencio de hielo, que no encuentra el amor. Quedar embarazada sin consentimiento del otro -bueno, eso es engaño- porque se cree que no hay nada que no arregle un hijo. ¡Error! Garrafal y egoísta. Error, con dolo, con trampa, con irresponsabilidad. Porque si algo hace un hijo en un matrimonio es dividir, no unir. Y eso es normal: el tiempo, el desgaste y la responsabilidad que conlleva un bebé hace que los padres, de alguna manera, se vuelquen a él y se alejen del otro y si las bases de esa relación no están lo suficientemente sólidas como para soportar semejante temblor, las grietas se harán más profundas y, tarde o temprano, la casa se derrumbará con el agravante de que todo el peso del concreto de ya no aguantarse, del ladrillo de ya no quererse, aplastará a esa esperanza que, sin ton ni son, ni velas en ese entierro, llamaron, sin preguntarle, sin preguntarse, a que salvara ese matrimonio. ¡Y nosotros que pensábamos que no había nada que un hijo no pudiera arreglar!

Y error, también, tener hijos sin padre, mandarse a inseminar, perfumarse en la egolatría del sueño de ser mamá, solidificarse en el miedo a la soledad (¿y quién va a velar por mí?) decidir que es que mamá puede ser papá y privar de una figura igualmente importante para el desarrollo de un ser humano porque las mujeres tienen el hijo adentro; y entonces  pasar a engrosar las filas de un país que se sostiene en las madres solteras, mujeres que trabajan como mulas, que no descansan, que laboran de sol a sol y que tratan de hacer lo mejor que pueden con lo mejor que tienen, pero que, con lamento, no dejan de tener  hijos sin padre, cojos de amor, a los que les costará más entender el mundo, a lo que les costará más, mañana y el día después de mañana, romper los círculos y no repetir los patrones de ser mamás sin padre y padres que no responden por sus hijos.

Para mí ninguna de esas es la manera de tener un hijo. Un hijo no puede llegar para ratificar el rol de la mujer ni nada tiene que ver con la feminidad. Un hijo, por grande que sea, no puede ser el sentido único de la existencia de una mujer. Y claro, uno también puede desear muchas otras cosas en el mundo antes de los hijos. Y eso está bien. Y uno puede decidir, libre y voluntariamente, que en un matrimonio feliz no serán más que dos y eso está bien. Uno puede decidir, uno debería decidir.

Porque, con el respeto que me merecen los mensajes de aliento de las distintas religiones y las creativas maneras con las que explican y exhortan el sentido y fin de la reproducción humana, ya no estamos en el siglo XII como para creer, como para  darnos cuenta de que no, señores, los niños no vienen con el pan debajo del brazo.  Hay que trabajar, y trabajar muy duro para alimentarlos, educarlos, darles salud y protección. Hay que ser muy íntegro, muy sano mental y emocionalmente, muy paciente, muy grande sobre los pies, muy fuerte sobre los huesos, para criarlos como debe ser, para no tirárselos en el intento, para darles una vida de equilibrio, de amor, para enseñarles de qué se trata la vida y cómo deben vivirla, para que sean buenos  y honestos, para que lo quieran a uno y se quieran a ellos mismos, para que entiendan lo estúpido del sufrimiento y encuentren gusto por aprender, para que sean pensantes, analíticos, críticos, responsables y para que cuando ellos decidan tener un  hijo lo hagan a conciencia, siendo capaces de criarlo de igual y mejor manera, repitiendo el círculo para que uno se muera en paz sin preguntas, ni remordimientos, ni dudas que se retuercen tratando de entender -cómo si uno no supiera- qué fue lo que se hizo mal.

Pero entonces siguen apareciendo los bebés en Facebook. Entonces, mis amigas, las amigas de mis amigas y muchas, muchísimas mujeres más siguen quedando embarazadas. Y me veo  sumergida en ésas, sus opiniones, y en estas otras que se sorprenden y no pueden entender qué tal vez no todas las mujeres sueñan con tener un hijo ni lo anhelan locamente ni creen que son un puerta de salida, un escape hacia una vida mejor, un seguro de vida o un candado para el amor.

Los amigos de mi novio, por ejemplo, no han podido entender que él esté gastando parte de su sueldo en hacer una vida conmigo.

-  Es que ya lo tienen comprando muebles, se dicen unos a otros en medio de la mamadera de gallo.

-    - ¿Entonces qué papa? ¿Está en Homecenter? Le preguntan cuándo lo llaman a saludarlo y, por supuesto, a montársela.


   -  Uy, nooooo, ¡qué tal uno andar pagando recibos del agua y de la luz! se dicen a ellos mismos, con el terror de asumir que crecieron, con la esperanza de seguir camuflados en casa, con el pánico al compromiso, con la obligación de continuar pagando motel.

Yo me río, me río de verdad, sin rabia, sin cantaleta, sin nada. Me río con mi novio y con sus amigos, me río porque es gracioso y también porque es absurdo y además, les doy más material para que nos la sigan montando:

-  Y eso que no les he contado que hoy nos toca ir a hacer mercado.
Pero claro, esto viene y va, viene y va hasta que llegan al tema, tocan el punto: el anhelo único de las mujeres:

-  Marica, a usted no le falta sino que le pidan un hijo, le dicen con la carcajada atragantada.

Y cuando Nicolás responde, con calma absoluta, pues ahí sí no porque cómo les parece que Alejandra no quiere hijos, las caras de sus amigos se transforman, el chiste se corta, la broma se frena, hay algo en todo eso que no cuadra. Y ese momento, ese instante cortísimo, da chispa a toda esta reflexión que me atrevo a hacer en voz alta porque se puede, porque muchos siglos se tuvo que tragar la humanidad de silencio y hoguera, de bien y de mal, de designios no probados de Dios, de mentiras ya hechas por los hombres. Sé que habrá mucha gente que no estará de acuerdo, que recibiré tomates, castigos divinos, rayos y centellas caerán sobre mí.  Qué muchas de esas mamás de Facebook no me entenderán como no las entiendo yo a ellas.

Y sin embargo, puede que un día nos levantemos y queramos un bebé. Entonces nos sentaremos a hablar, a autoevaluarnos, a hacer cuentas y proyecciones para empezar a desearlo primero en la imaginación, después en la realidad. Puede que un día queramos un bebé y entonces lo traeremos   con toda la responsabilidad, dispuestos a asumir cada uno de sus años, dispuestos a cocer sus alas tantas veces como sea necesario, dispuestos a dejar de vivir nuestras vidas para empezar a vivir la suya. Y sin embargo, puede también que eso no pase.   Que la vida siga alegre y fácil y llena de oportunidades y momentos a los que no se les tiene que decir que no, que nunca oigamos el llamado, que no lo consideremos fundamental, que la vida siga alcanzando, siendo suficiente, alegre e intensa, tan sólo con nosotros dos.  Puede que pase lo uno o que pase lo otro pero, pase lo que pase, al menos me lo habré preguntado.



miércoles, 24 de julio de 2013

Por favor, no la lleves al Club


Antes de retomar

Desde el día en que la vida se burló de mí  después de una fracasada fiesta de solteros y me dijo, una vez más, el amor no se busca, no se persigue, no se persuade, no se ruega, no se caza, no se intercambia ni se espera, este blog  me ha traído plena felicidad, plena satisfacción.  Desde entonces, como un llamado de la vergüenza, empecé a escarbar en mi memoria, empecé a recordar mis historias, empecé a escribir todos esos episodios que en alguno de mis ya pasados días eran mi presente, mi respiración y empecé a entender, con claridad, por qué vale la pena contar las historias , sin pena, sin arrepentimientos, sin culpas ni falsedades. Todo lo aquí consignado, desde la primera coma hasta el último punto,  es verdad. Y este inicio que fue un arrojo, una manera de insertar la ironía en el papel, hoy deja a mi puerta más de 7 mil lectores y más de cien mensajes de personas que no conozco y otros muchos de personas que sí, con algún comentario extraordinario para Pasos de Elefante. Mis agradecimientos totales a los que han leído estas historias, una o todas, a quienes se han visto reconocidas en ellas, a quienes me han pedido que cuente otra, que cuente más, que cuente, incluso, la suya propia. Hoy Pasos de Elefante me deja aquí, a la orilla de lo que yo he llamado una segunda y última temporada, a la memoria consignada en pantalla, a los recuerdos salpicados de pimienta, a la evidencia, completa, de que mis ex novios leen mis blog (título que recibirá una próxima entrada) y, como respuesta, me mandan todo tipo de réplicas: desde el silencio espía hasta su versión propia de los hechos, a la certeza de que vale la pena vivir el amor honesto, siempre y en todos los escenarios. Me ha traído el gusto por escribir de nuevo, por escribir con juicio y por no sólo escribir de esto. Y me trajo, con su paso fuerte y obligándome a hacer una pausa en la rutina quincenal de tejer esta páginas, al amor de mi vida. El personaje,  a quien conocí hacia 10 años en una fiesta de colegio, se perdió de mi mapa mientras hacía el suyo. Volvió después de haberme encontrado  en una foto en Facebook (“Facebook, mi poderosa arma de levante”,  también en una próxima entrada) y acto seguido haberse leído este blog, de principio a fin y en una sola sentada. Luego nos encontramos, nos reencontramos y me di cuenta de que aquel personaje maravilloso no sólo aún me gustaba y más que antes, sino que era, que es, la terminación de la búsqueda, la respuesta a la pregunta, la balanza equilibrada, la vida y su lado rosa, por fin, haciendo justicia.  El fanático de este blog y el impulso que me anima a escribirlo, las piernas que no tiemblan, la cabeza que no duda, la voz firme, el  presente compartido, el futuro proyectado y la decisión, ya, aquí y ahora, de empezar a caminar juntos para no parar jamás. Nicolás es el punto final. Y de él también escribiré.


 Por favor, no la lleves al club

Si este es el camino,
que trace contigo, 
no mires atrás,
que hay que continuar
Presuntos Implicados

Eso fue lo que le pidió, encarecida y desesperadamente, la ex esposa del único separado con el que he salido en mi vida. Yo, que llegué  su vida cuando apenas  terminaba de sacudirse  el polvo de las rodillas y los papeles de divorcio aún permanecían sin firmar, me embarqué en una aventura de tres meses que debido a la adrenalina, a los altos y bajos, y a los impactos familiares parecieron tres años.
Todo empezó, como casi siempre, con una llamada de mi hermana:

    - Fresca, me dijo.  No es para nada ni nada. Sólo acompáñanos a comer con este amigo de Santiago que está recién separado y quiere hacer amigos. Además, estoy segura - me dijo poniendo énfasis en esa palabra y  con esa misma palabra retando al destino - de que por nada del mundo te gustaría

    - De una, le contesté yo, sin ninguna sospecha abordo, con la tranquilidad  de que era un hombre que apenas estaba levantándose de su traspié, con la advertencia de que era mucho mayor, con la censura de que estaba separado.

Así que cuadramos la salida y fuimos a comer. Sin intenciones, sin prevenciones. Una noche tranquila que venía advertida por el prontuario de mi hermana, la improbabilidad de que don cuarentón mirara doce años para abajo y el escepticismo, para entonces siempre presente en las citas de final romántico o con posibilidades dé concertadas por mi hermana y su muy defectuoso radar del mathcmaking (remitirse a historias pasadas para entender lo que digo).

Todos estábamos claros con el asunto. Todos menos la vida que tiene esta divertida costumbre de darle dos tazas al que no quiere ni una. Así que salimos esa noche, y contra todos los pronósticos,  nos gustamos y empezamos a salir.

- ¡Pero no seas exagerada! ¡Cuál es el problema si ya está separado! le volví a decir a mi hermana cuando me llamó con los pelos parados después de enterarse  de que la comida tendría segunda parte.

     - No, por favor, no, me contestó ella anticipando el desastre. No te metas con él que esto termina mal.

Pero qué va, el capricho me mordió el cuello, la rebeldía del quiero puedo y no me da miedo se instaló en el frente de batalla y la mamera de  que mi hermana me controlara la vida me empujó la espalda (¡¿acaso no fuiste tú la qué me los sacó?!) y me paré frente al mundo, encima de mi familia, encima de mis amigos, encima de todo y dije: sí, sí, sí. Salgo con él, con él y su pasado, con él y su presente, con él y sus hijos, con él y su ex mujer. Porque evidentemente no éramos sólo dos en esa relación.  Éramos él y su equipaje, sus buenos kilómetros recorridos y yo, y mi maleta desocupada, mi tacómetro apenas estrenado. Entonces dije sí, salgo con él porque me parece un gran tipo, porque me importa un carajo lo que ustedes piensen, porque decidí vivir esto, porque vale la pena.

Y ahí fue Troya.

Fue Troya para él  y su ex mujer que ya no se querían más;  fue Troya para mi hermana y para mí que nos dejamos de hablar durante los tres meses que duró la relación; fue Troya para su ex esposa y mi hermana que eran amigas y lo dejaron de ser;  fue Troya para mi cuñado y para él que eran amigos y casi lo dejan de ser; y fue Troya para mis pobres padres que duraron ensanduchados entre los reproches diarios de mi hermana, con sus Tis se enloqueció,  y mis justificaciones de batalla, con es que yo hago con mi vida lo que me dé la gana.

Para hacer las cosas aún más difíciles era yo la primera persona con la que él salía, digamos, medio en serio después de haber sacado su ropa y su futuro de la otrora casa conyugal. Y así, con la cara de “sí, soy la nueva” me tocó conocer a los amigos, almorzar con la familia y, lo peor, presentarme ante un par de niños chiquitos que sin velas en este entierro no sabían quién era yo ni por qué estaba con su papá.

De todo, tal vez es esto lo más difícil de salir con separados cuando los dos no están en las mismas condiciones, y con eso me refiero a tener o no hijos.  Porque la prioridad del otro, entendible y razonable, serán siempre sus chiquitos, pero claro, para el que está del otro lado, en este caso para mí, el segundo plano era mi única opción, y por mucho que me gustara el señor y por mucho que quisiera vivir eso y nada más, odiaba la opción de ser un punto seguido, renegaba de un futuro impuesto por las circunstancias y no me sentía cómoda en el papel ni de mamá sustituta – entiéndase bruja de cuento- ni de niñera – entiéndase empleada sin sueldo y sin autoridad. 

Y fue en una de esas veces en las que los planes no nos coincidían con los tiempos ni con los hijos y en la que seguramente llevábamos algunos días sin vernos que él, inocentemente, decidió romper el pacto que había hecho con su ex mujer y que para ellos, como para la mayoría de la gente divinamente (léase diii-i-na-menttte) de Bogotá para la cual las apariencias pesan más que la realidad, era casi o más importante que la verdadera separación de bienes: llevarme al Club.

-   Por favor, acompáñame a recoger a los chinos, me dijo-. Te juro, te juro que mi ex mujer no va a estar. 

 -  Ni loca, le contesté yo. (No sólo porque detesto los clubes por ser la expresión más cula de la oligarquía pura y dura, sino porque tampoco iba a vender mi dignidad así como así, ya sabía yo que entre la repartición de los acuerdos de pagos, pensiones y fines de semana de su hijos y otros asuntos, había salido el tema del club como un inalienable y ¡umh! ni crean que me voy a aparecer por allá).

Pero él siguió insistiendo.

-  Vamos, vamos y almorzamos. Ella no está porque hoy no es su día. (Hasta para esto tenían horarios, lo que me hacía y me hace pensar en lo triste que debe ser quedar relacionado de por vida con alguien que a kilómetros te huele feo).

Entonces yo empecé a ceder:

-  ¿Seguro que no va estar?

-   Segurísimo.

- ¿Seguro, seguro?

-  Que sí, hombre.

- ¡Porque donde esté es que yo te mato!

-  Camine más bien y deje de alegar.


Y así fue. Lo que se llamaría el primer error en una cadena de errores. Lo que se llamaría tentar a la vida. Lo que se llamaría tomarte la segunda taza del caldo del que la primera cucharada ya te indigestó. Pero sacudí mi cabeza, creí en su palabra, pensé la vida no puede ser tan desgraciada y llegamos al Club; ahí estaba  con sus enormes zonas verdes que a duras penas podían sostener los igualmente  enormes egos de quienes caminaban sobre ellos con sus vestiditos blancos y su niñeras, también todas de blanco, caminando dos pasos por detrás.

Me sentí como lo que era. Una foránea que no pertenecía al lugar. Claro, él saludaba aquí y allá mientras a mí sus conocidos, sus amigos, sus compañeros de golf, qué sé yo, me miraban como diciendo miércoles ya la trajo al Club. Yo les devolvía el saludo, con una sonrisita falsa que no me salía, con un mucho gusto qué tal que se quedaba entre los dientes, con un me quiero largar de aquí que le advertía a él con la mirada. Ahí estaba queriendo morirme, queriendo matarlo, queriendo que uno de los huecos de la cancha de golf me absorbiera y me llevara a las profundidades de la clandestinidad donde toda esa gente ya no pudiera verme ni saber quién demonios era yo. 

Creo que entendí, ahí mismo, lo que sienten los animales la primera vez que los exhiben en un circo. Y claro, a este Club, que también era un circo, habían llevado al más reciente ejemplar. Esto desde mi lado. Porque hoy, con la lejanía de esta historia, puedo entender la advertencia, la angustia de la contraparte: debe ser terriblemente doloroso que otro (en este caso otra) invada el lugar que por tantos años fue santuario de esa relación. Es más, hoy pienso que ese Club fue por muchos años lo único que sostuvo esa relación.  Ese Club y sus rutinas: la de recoger a los niños, la de dejar a los niños, la del almuerzo aquí, la de la comida allá, la de encontrémonos con mis papás y las de los muchos etcéteras que los sostenían mientras nada más lo hacía.

El almuerzo, atragantado y a pedazos, me supo a cacho.  Y cuando pensé que estaba coronando la cima y que me iba a tomar el ultimo sorbo de limonada para pararnos e irnos, lo veo volver del baño, lívido y apurado.

- Silvia está aquí, me dijo. 

- ¡¿Qué?!, le contesté a punto de sacarle los ojos con un tenedor

- Te juro que no sabía, no sé por qué está aquí si hoy no es su día, trató de explicar la situación en un balbuceo que en nada ayudaba.  Supongo que mi hermana la invitó porque las vi juntas.

- ¿Y ya me vio o será que me toca tirarme al lago y salir nadando? le dije yo con esa rabia  que me subía por los pies y que esa mañana, antes de convertirse en monstruo,  había sido intuición. ¿Y entonces qué?, le volví a preguntar más histérica que antes.

- Creo que es mejor que nos vayamos.

En ese momento, la inquebrantable verdad de que pasara lo que pasara era yo quien tenía que salir de ese lugar me hizo entender por qué a un tipo separado le pesa más el pasado y el futuro.  Es ahí donde me di cuenta que si bien los hombres que han vivido más tienen algunas cosas que enseñarte, y que enseñarte muy bien, vienen también con una carga tan pesada que terminará sobre tus hombros.  Vienen cansados, desilusionados, trajinados. Vienen con enormes responsabilidades, muchas veces con más miedo al compromiso que nunca y vienen, sobre todo y siempre, siempre, acompañados de su ex mujer. Porque eso sí, mientras haya un hijo de por medio, olvídense mujeres del mundo que ustedes serán las primeras. La primera ya fue y siempre será.

Ahora: no digo que no haya grandes tipos que sean separados y que en ese bingo le pueda tocar a uno un verdadero príncipe con hijos principitos y ex mujer doncella, tampoco que el mercado del usado no sea una excelente opción, pero lo que sí es claro es que ahí habrá equipaje y, entonces, es decisión propia cargarlo con la boca callada o blasfemar a los cuatro vientos, sin sentido y sin razón, por cuenta de una decisión propia.

- Listo, vámonos, le digo. Espérame entro al baño.

Y  es después de soltar el inodoro cuando abro la puerta del cubículo para salir a lavarme las manos que la veo. Está parada lavándose las manos, dándome la espalda, mientras me mira fijamente por el espejo. Me quedo quieta dos segundos mientras proceso la información, miro a un lado, al otro, no hay nadie. Es su ex mujer.

- Mierda- pienso- lo que me faltaba: esta vieja me va a mechoniar.

Respiro, saco toda mi dignidad y preparo mi discurso mental (ni que le hubiera quitado el marido, yo llegué cuando aquí ya no había nada, y además, yo tampoco soy ninguna aparecida así que me respeta), doy tres pasos firmes hasta el lavamanos (que no se me note el miedo que esto como es los perros, si lo huelen te jodiste) abro la llave lentamente, presiono el jabón, le doy vueltas entre los dedos mientras me miro fijamente en el espejo, ignorándola por completo, siendo más grande que la situación.

Ella me mira de arriba abajo. Me detesta. Quiere darme contra las paredes y decirme que soy una tal por cual roba maridos, quiere aruñarme la cara y arrancarme el pelo, quiere que estuviéramos en una plaza de mercado y no en un baño de un Club estrato veinte, así que muy señora, como siempre fue, se sacude las manos, da media vuelta, me lanza una última mirada de odio  y sale de ahí  dejándome sólo ese encuentro en el que, en silencio, todo se dijo.

Me sacudo las manos. Respiro hondo mientras me miro al espejo. Aún me tiemblan las piernas en una mezcla de indignación, rabia y miedo. Me miro al espejo y decido, en ese, su territorio, que no vale la pena dar esta pelea, que mis batallas están más allá de este lugar, que otros laberintos y otros continentes esperan por mí y que, mientras sea mi decisión, no habrá más separados en mi vida cuyos rastros de pasado pudieran enredarse entre mis pies.

Para facilitar la publicación de Pasos de Elefante y llegar a más personas los invito a darle like y a invitar a darle like a https://www.facebook.com/pasosdelefante o buscar @PasosdeElefante como Fan Page. Ahí  espero sus comentarios, historias y sugerencias. Nos vemos en la próxima crónica.









lunes, 8 de abril de 2013

Así fue mi primera cita a ciegas


  
But just because it burns
Doesn't mean you're gonna die
You've gotta get up and try try try
Gotta get up and try try try
Pink

Entre todas mis historias puedo afirmar que es ésta la que dio inicio a muchas otras y selló el pacto de la no vergüenza que nos ha servido a mi hermana y a mí para andar el camino. Es ésta, entre todas, la que marcó el inicio, dio ritmo, demostró que de lo absurdo salen cosas increíbles, que los riesgos traen recompensas, que la gente está ahí dispuesta a tocar y abrir puertas, que la vida da muchas vueltas y que estamos aquí para nada distinto que divertirnos mientras las damos. Esta historia  me ha hecho reír y me ha hecho llorar, pero sobre todo me ha acompañado, hace ya, muchos años.

Todo empezó cuando mi hermana, comprometida pero aún sin casarse, tomó un vuelo hacia una pequeña ciudad de Colombia. Mi papá, que por ese entonces y debido a su trabajo tenía full acceso al aeropuerto, a las pistas, a los aviones y a los pilotos fue a acompañarla y le pareció qué qué bonito sería si la niña viajara en la cabina y pudiera ver, tras bambalinas, el verdadero engranaje de un avión desde el puesto de mando.

Así que, un poco apenada por la intervención de mi papá, pero para no contradecirlo en sus bellas intenciones, mi hermana accedió a viajar en la cabina, sentadita entre los dos pilotos. Llegó, saludó, se sentó y empezó a hablar con ellos: dos tipos queridos, por supuesto, y más queridos aun cuando vieron que la hija del capitán Grillo que les habían pedido el favor de llevar  no era una niña de siete años, como estaban esperando, sino una un poquito mayor  y además bastante agraciadita.

En ese vuelo, me cuenta mi hermana, los pilotos fueron unos príncipes con ella. Qué qué haces, qué para dónde vas, qué por qué, qué cuándo vuelves, ¿qué quieres ver el río? viraje de avión a la derecha, sacudida de estómago para los pasajeros. En fin, una conversación de media hora en la que el copiloto, un chino de 20 años, intentó sacar sus dotes de conquista porque entre lo corto del momento y el mando del avión, no le había quedado tiempo para  darse cuenta de que mi hermana no sólo tenía siete años más que él sino, además, un diamante en la mano.

Así que ella, viéndolo como es, querido, churro, interesante, sacó por primera vez su AS bajo la manga: es decir, a mí. Y le dijo, palabras más, palabras menos, que tan querido, que tan todo, pero que ella se iba a casar, pero eso sí, que no se preocupara, que le tenía una hermanita lo más de querida  que la podía presentar.  No sé qué pensaría el man entonces, tal vez que esta vieja estaba un poco loca, pero aun así,  aterrizaron, intercambiaron teléfonos y se despidieron.

Y de esta manera, con este cuento, me ha llamado mi hermana a decirme: adivina lo que me pasó. (Cada vez que mi hermana me dice, con su tonito que marca las sílabas, “a-di-vi-na lo qué me pa-só” avecino el peligro, lo veo en el horizonte, lo siento en la nuca y  ya sé que a la que le va a pasar es a mí).

-  ¿Un qué? ¿Un piloto?, le pregunté.

-  Pues en realidad es un copiloto. Te va a llamar, pero como para que no sea tanto el oso dile que saque un amigo y tú sacas una amiga y salen los cuatro.  (Ahí está pintada ella con sus soluciones salomónicas).

Días después estoy yo ante el chicharrón de la cita concertada y sin quién se le mida a ese plan. Y entonces pido auxilio, con un grito desesperado, a la única persona dispuesta a secundarme  en esta aventura: mi prima, mi coautora del Manual, mi amiga del alma.

- Natty, me puedes decir que no, pero el caso es Lina me consiguió una cita con un piloto que no conozco y para no salir sola él va con un amigo, ¿te animas?

Después de una dura sesión de  convencimiento que incluyó el “si nos aburrimos, nos vamos”, “qué tal que estén churros”, y “si nos va mal, aquí no ha pasado nada”, finalmente dijo que sí. Así que esa noche, con los manes esperándonos en la portería, salimos a nuestra primera cita a ciegas, a un oso seguro, a una vergüenza magnificada, a una probabilidad ínfima de éxito, a la horca, al vacío, al fracaso. Nuestra única certeza, mientras bajábamos en ese ascensor, era que ya era muy tarde como para devolvernos, como para decir tacho remacho no juego más, como para haberle dicho al portero hace cinco minutos que dijera, “¿Alejandra?, ¿Cuál Alejandra?, no hermanito, aquí no vive nadie con ese nombre”.

Y después de comer y algunas cervezas, después de conversar y echar algunos cuentos y contra todas las posibilidades, contra el chance factible de que mi hermana hubiera tomado otro avión y no ese, de que se hubiera ido otro día y no ese, de que el man hubiera anotado mi teléfono y me hubiera llamado, de que yo hubiera contestado, de que mi prima hubiera dicho que sí cuando quería decir que no, de que los tipos hubieran salido corriendo tres segundos antes de que se abriera el ascensor a riesgo de que salieron dos mocos, la cita a ciegas funcionó.

Y funcionó porque ese día la pasamos bien. Y al siguiente y al siguiente. Y luego empezamos a salir, tanto y tan seguido, que nos vimos por un año burlándonos siempre del oso inicial.

-  Pues si es como la hermana no puede estar tan mal-, me confesó el piloto un día, cuando ya había confianza como para preguntarle por qué se había atrevido a salir a un plan así.

Y sí, yo me parezco a mi hermana pero podría no haberme parecido e igual todos tuvimos el coraje de lanzar los dados. Con este personaje la historia ha sido larga. Nos hemos encontrado y desencontrado, lo he querido, lo he odiado y lo he vuelto a querer.  Y aunque este cuento tiene polvo y telarañas y él y yo ya somos otros, hoy, que me atrevo a escribir este tipo de  historias, creo que ésta tiene un lugar especial porque desde entonces voy por ahí oyendo a las posibilidades, retando al destino y burlándome, al fin y al cabo, de todos sus desenlaces. Esos mismos que bajo este sol me dan material para escribir todo esto con el pulso más firme y el corazón más tranquilo.


Próximamente: Por favor, no la lleves al Club


lunes, 25 de marzo de 2013

Esto sí me mama de estar soltera





Los tipos duros pasan apuros
cuando se cruzan por mi carril 
y en el cielo todos los santos 
son de mi bando y  rezan por mí  
Cristina y Los Subterráneos





Eso pensé, hace poco, cuando después de acabada la reunión donde estaba me di cuenta de que, ya muy tarde, tendría que ver cómo carajos me devolvía sola a mi casa. Pero para que me entiendan empecemos por lo primero: a mí no me importa estar soltera, no me atormenta no tener plan fijo, no me da fiebre no tener plan en absoluto. Es más, la soltería es casi que mi estado  natural,  es allí donde he pasado más tiempo, donde se han alumbrado la  mayoría de mis años, donde casi siempre estoy cuando alguien pregunta por mi estado civil. 

Yo me desenvuelvo muy bien en la soltería, conozco el territorio como pez en el  agua, no hago estupideces por falta de afecto y no peleo con mi autoestima, que bien puesta sí la tengo. Yo prefiero estar soltera que estar por estar, cuido mis elecciones,  me rijo por estrictos parámetros de selección, no me le escondo a la soledad, huyo del pior es nada.

A mí no me afectan los fines de semana sola (de hecho, casi siempre salgo disparada como pepa e’ guama para mi casa en la sabana huyéndole a la locura de la semana,  al cansancio de la ciudad), ni me aterran las noches de viernes  empijamada, con medias peludas, cobija encima, cebolla capilar  y control remoto en mano.  

Tampoco me da algo si los sábados, a falta de plan, a falta de novio, a falta de pretendiente o falta de todo las anteriores, decido, libre y voluntariamente, meterme en mi cama y leerme un libro (sí, yo leo los sábados en la noche) o, como hoy,  escribir alguna de estas pendejadas que ahora ustedes están leyendo. Y no, tampoco me da mareo ir a una fiesta en donde todos están felizmente emparejados y cuando suena un merengue salen, cual bandada de pájaros,   a revolotear en la pista.

Yo puedo ir a una rumba sin pareja y conseguir con quien bailar. Yo puedo ir a un asado e integrarme con las parejas. Yo puedo ir a un matrimonio sola y pasarla muy bien. Yo puedo vivir mi vida, tan feliz y plena, sola como acompañada. Pero hay una cosa, una sola cosa que sí me mama de estar soltera: tener que coger un taxi.

Y eso sí me aburre profundamente por ninguna razón distinta a que estamos en Ciudad Gótica, donde cualquier cosa puede pasar y donde cada vez los cuentos de los taxis son más espeluznantes, más  terroríficos y más cercanos. Que a no se quiencito le hicieron el paseo millonario, que a no se quiencita la emburundangaron, que a fulanita casi la violan,  que a mi primio, mi tío, mi hermano, que a mí.

Uno va viendo, con ojos de pánico,  cómo esas historias  se van acercando cada vez más, cada vez más, y es ahí cuando uno, al menos de vieja, y un sábado a la una de la mañana estando en un barrio que no conoce, se acuerda de que está sola y de que no hay ni Batman ni Robin que te puedan acompañar. Entonces ha llegado el momento de respirar profundo, llenarse de paciencia y pedir un taxi.

Así que cuando el asado al que asistí hace poco y que desencadenó esta crónica se fue apagando y  las parejas empezaron a salir como si fueran a montarse al Arca de Noé, yo me puse mi cartera en señal de yo también me voy de aquí, di diez pasos hasta la portería, saqué mi celular, y con la dignidad intacta mientras me iba despidiendo de todos los enamorados, marqué  el cuatro uno uno uno uno uno uno.

Dos timbrazos y la voz, melódica y profunda, de este señor que te contesta cual Jairo Alonso en sus mejores años.  

- Buenas noches, su dirección es calle 100 con …para servicio automático de taxi marque uno... 

PII, marco tres, pues tienen registrada la dirección de mi casa y yo, claramente, estoy en otra parte.

-  Buenas noches, le hablá Yurani  Pineda ¿en que la puedo ayudar?, me contesta finalmente la operadora, a quien oigo lejana, en medio de un call center lleno de voces y pitos.

-  Yurani, Alejandra Grillo, ¿me ayudas con un carro por favor?

-  ¿Dirección?

-  ¿Cómo es que es la dirección de aquí?-, le preguntó al portero que tengo al lado y que, tiene cara de no saber dónde está parado.

-  Avenida Boyacá con 128, le repito a la operadora palabra por palabra después de que las oigo del portero.

-  ¿Barrio?-me sigue preguntando ella.

-  ¿Barrio? le pregunto yo al portero.

-  Bosques de María, me contesta.

-  Bosques de María, le contesto yo a la operadora.

-  Un momento por favor, me dice y me pone de fondo la cortinilla de mensajes motivacionales que las compañías de taxi utilizan como si, de verdad, uno colgara siendo  una mejor persona después de oír todas estas casi místicas y  empalagosas revelaciones.

“Un amigo es alguien que siempre está contigo en las buenas y en las malas” oigo por una oreja mientras pienso pues sí, ¿no? si no, no sería como amigo.

 “No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy”, continúa al otro lado de la línea. Ay, Dios mío ¿quién será el genio de comunicaciones de esta empresa? O ¿será que esta es labor del de mercadeo?

 “Tú madre es el mejor de los regalos, recuerda honrar a tu madre”, remata la voz mientras nada que me confirman el taxi. Post it mental: recuerda honrar a tu madre, me repito yo mientras les hago señal de adiós con la mano a otras de las parejas que van saliendo mientras me ven con el celular pegado a la oreja, paradita al lado del portero.

Así que aguantar frío, indagar por la dirección del lugar en el que estás (no, no es casa ni apartamento, estoy en una portería, estoy en un bar, estoy en un restaurante…) y esperar a que te confirmen el taxi para aprenderte las placas mentalmente mientras las repites rápido por miedo a que se te escapen (Bravo, Alfa, Torre, cuatro, uno, cinco, Bravo, Alfa, Torre, cuatro, uno, cinco) es parte de la rutina de salir sola y tener que llegar, de la misma manera, hasta las cobijas.

- ¿Doña Alejandra?- por fin ha vuelto Yurani. El barrio no coincide.

- Que el barrio no coincide, le digo yo al portero ya ni tan aterrada de estar, una vez más, ante un celador que no tiene la menor idea de cómo se llama el barrio en el que está. (¿Será que esto es como parte del entrenamiento? me pregunto, cuestiones de seguridad secreta que no entendemos los pobres transeúntes que sólo queremos saber cómo carajos se llama tal o cual pedazo de ciudad).

-  Mire, le digo por fin a la operadora, no estoy segura pero esto es como cerca de esto y aquello y así, entre las dos, logra al fin ubicarme – hay que decir que el nombre del barrio no tenía nada que ver con Bosques de María y eso fue solo un chispazo de creatividad del señor vigilante- y finalmente me confirma el taxi.

Mientras  llega el carro  y cuando ya todos se han ido me siento sola en las escaleras heladas de la portería.  A través de la ventana veo al portero que está envuelto en su ruana, viendo televisión en  una pantalla chiquitica. Suspiro y es ahí cuando me digo esto sí me emputa de la soltería, toda esta logística de taxis y soledades,  de tener que rezar todos los Padre Nuestros que me sé si por chance, y después de  tres horas de insistencia telefónica, increíblemente, ni uno solo de los cincuenta mil taxis de Bogotá está disponible y entonces me toca lanzarme a la calle a buscarlo, de estar aquí, en este momento, con el cielo negro sobre mi cabeza y la boca con sabor a ausencia, a paciencia. 

Ahí es cuando extraño a mis novios, o estos tipos que he querido tanto aun sin llegar a serlo,  pero que con tanto amor me han recogido, me han llevado, me han acompañado o me han llamado a decirme, no te preocupes, ya voy por ti. Pero no me malinterpreten, no es por gasolinera o porque yo piense que mis novios deben ser mis choferes, no, no, no, es más porque el hecho de que alguien te recoja es una muy buena representación simbólica de todo lo que es una relación.

Es la confianza y la preocupación por el otro, es la generosidad y la disposición, la amistad, la lealtad, la responsabilidad, el apoyo. En definitiva es una muestra, pendeja y chiquita,  y en la que casi nunca pensamos, de las maravillas que trae el amor y de las que por amor estamos dispuestos a hacer. Piensen y verán que uno sólo recoge a sus más cercanos, a sus más queridos (y más con el tráfico de Bogotá), y de la misma manera, uno sólo le pide a sus más cercanos,  a sus más queridos que vayan por uno.  Que alguien vaya por ti con intención, con generosidad y, además, con una sonrisa es una muestra muy poderosa y muy diciente de lo que es el amor. O al menos, para mí siempre lo ha sido.

Diez minutos pasan antes de ver las luces del taxi reflejadas en la portería. Me levanto como un resorte, le deseo buenas noches al portero, me subo al carro, doy la clave y la dirección y me voy tranquila por entre las calles solitarias de una ciudad desocupada que espera la madrugada.

Llego a mi casa, pago, me bajo y empiezo a subir las  escaleras  con la certeza de que hubiera sido rico que alguien me hubiera recogido, me hubiera saludado, me hubiera preguntado cómo me fue y me hubiera depositado aquí, sana y salva. Y sin embargo,  también tengo esta otra,  enorme, de que no dejaré de hacer cosa alguna porque hoy no hay quien me recoja o quien quiera yo que me recoja.

Además, me digo, ya has empujado carros, cogido flotas, caminado kilómetros bajo lluvia y bajo sol, pedaleado en bicicleta, explorado todas las rutas del Transmilenio, montando en metros de ciudades lejanas, volado en helicópteros y en parapentes, aguantado busetas pulgosas, sobrevivido a buses asesinos, manejado mecánico, automático y convertible como para no sortear, una vez más, una ciudad tenebrosa, un taxi  y un poco de soledad.



Próximamente: Así fue mi primera cita a ciegas