lunes, 28 de octubre de 2013

Y yo, ¿si quiero ser mamá?


People always told me, Be careful of what you do

And dont go around breaking young girls hearts
And mother always told me, Be careful of who you love
And be careful of what you do cause the lie becomes the truth
Michael Jackson



Uno se da cuenta de que la vida va cambiando cuando en Facebook sus amigas, conocidas y esas otras que uno tiene y no sabe ni por qué,  han tenido, tienen o están a punto de tener bebés y, entonces, su vida, sus posts, sus fotos y toda su energía está dirigida única y exclusivamente a ese acontecimiento, a ese hijo que, todas claman, es primero un regalo de Dios y segundo lo mejor que les ha podido pasar en la vida. Y yo las miro desde el otro lado de la pantalla, desde el otro lado de la vida, con sus barrigas de trapo a punto de explotar, con su vida volcada a la profesión mamá, con la existencia llena de un sentido nuevo en el que ya no importa nada más, en el que parecen haber cumplido con el propósito entero de este misterio, en el que parecen haber reafirmado su rol único de mujer, en el que parecen haber encontrado el único sentido a ésta y a todas las vidas pasadas y futuras, en el que, con el orgullo hinchado de esas criaturas que son sus hijos, ya no existe nada ni nunca existió.

Son las mamás de mi Facebook: amigas, amigas de las amigas, primas, cuñadas, conocidas. Son las mujeres de mi edad o por ahí a las que les cambia la vida porque tuvieron un hijo, las mujeres que alcanzaron la meta divina que hizo que todo encajara como un rompecabezas: ya no hay ficha suelta ni perdida. Y les digo, yo las miro, las vuelvo y las miro, miro las fotitos de los cumpleaños de los hijos, y de los bautizos, de los niños en clase de textura y de los niños en cada una de las gracias que claro, saben hacer los niños: los niños gateando, comiendo, cagando, los niños llenos de pintura, hablando, riendo, durmiendo. Los niños caminando, en el primer día de jardín y de colegio, los niños haciendo burbujas de babas y sonriendo. Y las miro y las miro. Y leo las frases que ponen las mamás junto a este collage de manitas y paticas: “Te amo y estoy orgullosa de ti”, “No hay nada como ser mamá”, “Me cambiaste la vida” y todas esas expresiones de amor infinito que, al parecer, sólo se sienten cuando se es mamá y hacia nadie con tanta intensidad y pureza como hacia los hijos.

Y entonces yo me devuelvo al puente que conecta mi cerebro y mi corazón para hacerme la pregunta que yo creo, al menos, tendrían el derecho de formularse todas las mujeres en edad fértil que pisan esta Tierra y que, sin embargo, entre la religión, la tradición, el deber ser y el mito de ser mamá, no pueden siquiera llegarse a cuestionar: y yo, acaso, ¿si quiero tener hijos?

Me lo pregunto. Me lo pregunto mucho y últimamente con frecuencia. Me lo pregunto ahora, y sobre todo, desde que tomé la decisión de pasar la vida junto a Nicolás, desde que tomamos la decisión de caminar en la misma dirección y unirnos y tener una casa y un carro y una vida y todas esas cosas que uno hace con otro porque, claro, también son los dictámenes del deber ser y de la religión y de la naturaleza y hacen parte de todos esos etcéteras. La diferencia es que de esa decisión estoy completamente segura, no hay duda ahí, no hay cuestión que se enrede en la cabeza ni patine en el corazón.

Pero, además, con el paso del tiempo, el tema de los hijos empieza a aparecer en el panorama  en parte por naturaleza, en parte por obligación. Y entonces no sólo me lo pregunto yo, me lo preguntan mis amigas, me lo preguntan en la oficina, me lo preguntan mis suegros y a veces mis papás, me lo preguntan quienes saben que tengo 30 años, me lo pregunta-advierte implícitamente mi hermana cuando le digo que el fin de semana dormí como un oso en una cueva y ella, con el suspiro en la boca y la nostalgia de aquellos días en los que ella alguna vez pudo ser también un oso, me dice aprovecha, hasta que tengas hijos.

Entonces es por esto: porque atestiguo el acelerado paso de la vida con cada bebé que va naciendo, porque sé que tengo ante mí años definitivos para esta cuestión, porque creo que es necesario preguntárselo, porque entendiendo que eso no es como lo muestran los comerciales de Johnson & Johnson. Y entonces, cuando me lo pregunto, no estoy segura. Yo no sé si quiero ser mamá. Y algunos días, muchos días, me parece más que no, que no quiero, o que si quiero no quiero ahora, o que si querré más adelante no tengo ni idea, porque yo sí no tengo esa certeza que, al parecer, viene incorporada genéticamente en la mayoría de las mujeres quienes, a diferencia de mí, siempre lo han sabido y siempre lo sabrán. O tal vez yo, a diferencia de esas mujeres, al menos estoy explorando una segunda opción.  

Y eso que yo tengo una pareja estable, un hogar lleno de amor, un hombre que sería un excelente padre, unos suegros y unos abuelos que se derriten por sus nietos, una estabilidad emocional y económica que permitiría que esa cosita viniera al mundo a que no le tocara tan duro, a que alguien le enseñara a vivir, a contar con apoyo y amor incondicional cada uno de los días de su existencia. Y eso.

Pero y todas esas mujeres – y me perdonan y me perdono el juicio- que tienen hijos por esa cantidad de razones tan variopintas y – me perdonan y me perdono- tan absurdas qué. Entonces están aquellas que quedan embarazadas a destiempo, cuando no es, con quién no es; pero no importa, no sólo porque ser una mamá a los 18 implica que seré una mamá joven (y que compartiré la ropa con mi hija) sino que cada bebé es una bendición y, en cualquier caso, sin importar las dificultades económicas ni los impactos familiares que eso pueda causar, me habrá cambiado la vida para bien. Pues a mí me parece que no. Meter la pata a los 15, 18, 20 no es un regalo de Dios, es un ups de una arrechera afanosa. Es un error que le pone una carga injusta a la vida de quienes se ven obligados a volverse abuelos jóvenes y, por supuesto, a la vida de ese bebé que es hijo, ante todo, de la Ruleta Rusa.

Y error es también quedar embaraza en un matrimonio o en una relación que no funciona, que se desmigaja cada día, que se sostiene en un silencio de hielo, que no encuentra el amor. Quedar embarazada sin consentimiento del otro -bueno, eso es engaño- porque se cree que no hay nada que no arregle un hijo. ¡Error! Garrafal y egoísta. Error, con dolo, con trampa, con irresponsabilidad. Porque si algo hace un hijo en un matrimonio es dividir, no unir. Y eso es normal: el tiempo, el desgaste y la responsabilidad que conlleva un bebé hace que los padres, de alguna manera, se vuelquen a él y se alejen del otro y si las bases de esa relación no están lo suficientemente sólidas como para soportar semejante temblor, las grietas se harán más profundas y, tarde o temprano, la casa se derrumbará con el agravante de que todo el peso del concreto de ya no aguantarse, del ladrillo de ya no quererse, aplastará a esa esperanza que, sin ton ni son, ni velas en ese entierro, llamaron, sin preguntarle, sin preguntarse, a que salvara ese matrimonio. ¡Y nosotros que pensábamos que no había nada que un hijo no pudiera arreglar!

Y error, también, tener hijos sin padre, mandarse a inseminar, perfumarse en la egolatría del sueño de ser mamá, solidificarse en el miedo a la soledad (¿y quién va a velar por mí?) decidir que es que mamá puede ser papá y privar de una figura igualmente importante para el desarrollo de un ser humano porque las mujeres tienen el hijo adentro; y entonces  pasar a engrosar las filas de un país que se sostiene en las madres solteras, mujeres que trabajan como mulas, que no descansan, que laboran de sol a sol y que tratan de hacer lo mejor que pueden con lo mejor que tienen, pero que, con lamento, no dejan de tener  hijos sin padre, cojos de amor, a los que les costará más entender el mundo, a lo que les costará más, mañana y el día después de mañana, romper los círculos y no repetir los patrones de ser mamás sin padre y padres que no responden por sus hijos.

Para mí ninguna de esas es la manera de tener un hijo. Un hijo no puede llegar para ratificar el rol de la mujer ni nada tiene que ver con la feminidad. Un hijo, por grande que sea, no puede ser el sentido único de la existencia de una mujer. Y claro, uno también puede desear muchas otras cosas en el mundo antes de los hijos. Y eso está bien. Y uno puede decidir, libre y voluntariamente, que en un matrimonio feliz no serán más que dos y eso está bien. Uno puede decidir, uno debería decidir.

Porque, con el respeto que me merecen los mensajes de aliento de las distintas religiones y las creativas maneras con las que explican y exhortan el sentido y fin de la reproducción humana, ya no estamos en el siglo XII como para creer, como para  darnos cuenta de que no, señores, los niños no vienen con el pan debajo del brazo.  Hay que trabajar, y trabajar muy duro para alimentarlos, educarlos, darles salud y protección. Hay que ser muy íntegro, muy sano mental y emocionalmente, muy paciente, muy grande sobre los pies, muy fuerte sobre los huesos, para criarlos como debe ser, para no tirárselos en el intento, para darles una vida de equilibrio, de amor, para enseñarles de qué se trata la vida y cómo deben vivirla, para que sean buenos  y honestos, para que lo quieran a uno y se quieran a ellos mismos, para que entiendan lo estúpido del sufrimiento y encuentren gusto por aprender, para que sean pensantes, analíticos, críticos, responsables y para que cuando ellos decidan tener un  hijo lo hagan a conciencia, siendo capaces de criarlo de igual y mejor manera, repitiendo el círculo para que uno se muera en paz sin preguntas, ni remordimientos, ni dudas que se retuercen tratando de entender -cómo si uno no supiera- qué fue lo que se hizo mal.

Pero entonces siguen apareciendo los bebés en Facebook. Entonces, mis amigas, las amigas de mis amigas y muchas, muchísimas mujeres más siguen quedando embarazadas. Y me veo  sumergida en ésas, sus opiniones, y en estas otras que se sorprenden y no pueden entender qué tal vez no todas las mujeres sueñan con tener un hijo ni lo anhelan locamente ni creen que son un puerta de salida, un escape hacia una vida mejor, un seguro de vida o un candado para el amor.

Los amigos de mi novio, por ejemplo, no han podido entender que él esté gastando parte de su sueldo en hacer una vida conmigo.

-  Es que ya lo tienen comprando muebles, se dicen unos a otros en medio de la mamadera de gallo.

-    - ¿Entonces qué papa? ¿Está en Homecenter? Le preguntan cuándo lo llaman a saludarlo y, por supuesto, a montársela.


   -  Uy, nooooo, ¡qué tal uno andar pagando recibos del agua y de la luz! se dicen a ellos mismos, con el terror de asumir que crecieron, con la esperanza de seguir camuflados en casa, con el pánico al compromiso, con la obligación de continuar pagando motel.

Yo me río, me río de verdad, sin rabia, sin cantaleta, sin nada. Me río con mi novio y con sus amigos, me río porque es gracioso y también porque es absurdo y además, les doy más material para que nos la sigan montando:

-  Y eso que no les he contado que hoy nos toca ir a hacer mercado.
Pero claro, esto viene y va, viene y va hasta que llegan al tema, tocan el punto: el anhelo único de las mujeres:

-  Marica, a usted no le falta sino que le pidan un hijo, le dicen con la carcajada atragantada.

Y cuando Nicolás responde, con calma absoluta, pues ahí sí no porque cómo les parece que Alejandra no quiere hijos, las caras de sus amigos se transforman, el chiste se corta, la broma se frena, hay algo en todo eso que no cuadra. Y ese momento, ese instante cortísimo, da chispa a toda esta reflexión que me atrevo a hacer en voz alta porque se puede, porque muchos siglos se tuvo que tragar la humanidad de silencio y hoguera, de bien y de mal, de designios no probados de Dios, de mentiras ya hechas por los hombres. Sé que habrá mucha gente que no estará de acuerdo, que recibiré tomates, castigos divinos, rayos y centellas caerán sobre mí.  Qué muchas de esas mamás de Facebook no me entenderán como no las entiendo yo a ellas.

Y sin embargo, puede que un día nos levantemos y queramos un bebé. Entonces nos sentaremos a hablar, a autoevaluarnos, a hacer cuentas y proyecciones para empezar a desearlo primero en la imaginación, después en la realidad. Puede que un día queramos un bebé y entonces lo traeremos   con toda la responsabilidad, dispuestos a asumir cada uno de sus años, dispuestos a cocer sus alas tantas veces como sea necesario, dispuestos a dejar de vivir nuestras vidas para empezar a vivir la suya. Y sin embargo, puede también que eso no pase.   Que la vida siga alegre y fácil y llena de oportunidades y momentos a los que no se les tiene que decir que no, que nunca oigamos el llamado, que no lo consideremos fundamental, que la vida siga alcanzando, siendo suficiente, alegre e intensa, tan sólo con nosotros dos.  Puede que pase lo uno o que pase lo otro pero, pase lo que pase, al menos me lo habré preguntado.